Ha fallecido hoy lunes en el hospital San Raffaele de Milán Silvio Berlusconi, el magnate de los medios Mediaset y tres veces jefe de Gobierno de Italia, que transformó las telecomunicaciones y protagonizó numerosos escándalos judiciales y privados. El empresario milanés, de 86 años y padre de cinco hijos, sufría varias dolencias cardíacas y una leucemia crónica que acabaron con su vida. No pudo superar su última hospitalización, el viernes pasado, ni mantener viva la leyenda de su inmortalidad.

Silvio Berlusconi ha sido, sin duda, el personaje más relevante de los últimos 25 años en Italia. Y para lograrlo, siempre supo que tenía que dominar los medios de comunicación y entretenimiento donde se encontraba una gran clase media emergente que lideraría el consumo del país. Fue el empresario que innovó la comunicación y la modernización ―para bien o para mal― de la televisión, creó el primer partido/empresa más basado en las leyes del mercado que en las antiguas ideologías ―él sí inventó el lema Comunismo o libertad― e implantó una cultura del triunfo y el ascenso, del amiguismo y el favoritismo, en definitiva, que caló profundo en Italia.

Berlusconi combinó política, deporte y publicidad en su irresistible mezcla que marcó el camino para tantos fenómenos que vendrían casi dos décadas después, como el trumpismo. La idea era la del hombre rico, hecho por sí mismo y capaz de aplicar la fórmula de su éxito a la gestión del bien común. Aunque fuera falso. Por el camino fue acusado en numerosas ocasiones por prostitución de menores y escuchas ilegales, se investigaron durante años sus vínculos con la mafia y el dudoso origen de su fortuna, precisamente relacionado con la Cosa Nostra. Se jactó sin pudor de sus amistades con dictadores, fomentó el transfuguismo, que convirtió en un modus vivendi de los parlamentarios, contó chistes inadmisibles a la luz de la actual corrección política y torció la Constitución y las leyes italianas como le vino en cada momento.

Al final, sin embargo, fue condenado sólo por fraude fiscal, una pena que le supuso la inhabilitación política y que marcó el inicio de su decadencia. Pero hasta el último día de su vida, incapaz de señalar a un heredero en un partido condenado a desaparecer con él, influyó en transformaciones políticas como el reciente ascenso de Mario Draghi a la presidencia del Consejo de Ministros de Italia. E incluso en su derrocamiento.

Berlusconi, hijo de una familia de clase media de Milán, siempre ondeó la bandera del empresario hecho por sí mismo: su madre era ama de casa y su padre empleado de la Banca Rasini. Ágil, simpático y de enormes capacidades retóricas y sociales que le permitieron curtirse como cantante en cruceros en los años cincuenta con su amigo Fedele Confalonieri (actual presidente de Mediaset) y como hábil vendedor de pisos a puerta fría.. Y así, llamando a las casas de los italianos y conociendo sus fragilidades aspiracionales, construyó su imperio

Berlusconi fue objeto de mofa al principio. Como la mayoría de fenómenos populistas que, sin pretenderlo, inspiraría años más tarde, su mundo parecía una parodia. Y ese fue el error de una cierta izquierda que le dejó una autopista política para avanzar. Poco a poco creó una sorprendente red de medios de comunicación (también editoriales, como Mondadori, o de grandes cabeceras, como durante un tiempo lo fue también Il Corriere della Sera) que nadie fue capaz de relacionar entonces con lo que se traía entre manos. La revolución de Berlusconi, que había comenzado con las risas de fondo del resto de partidos, contrariamente a lo que cantaba el poeta Gil Scott-Heron en 1974, sí iba a ser televisada. Un medio que le sirvió para conquistar el poder y mantener una hegemonía cultural durante 25 años. Aunque fuera a base de relatos intoxicados y favores (hasta el último día se jactó de que el marido de la primera ministra, Giorgia Meloni, trabajaba para él en uno de sus canales). Pero había más.

El magnetismo brillante de Berlusconi, el espejo en el que se miraron miles de italianos durante años para entregarle un cheque político en blanco a aquel timador surgido de la nada, llegó desde el otro gran vehículo capaz de seducir a las masas. Berlusconi había buscado aumentar su influencia a través de la religión laica de Italia, el fútbol, y compró en 1986 el AC Milan tras no lograr hacerse con su eterno rival, el Inter de Milán. Un club que atravesaba dificultades tras haber logrado algunos éxitos en el pasado y que durante el periodo en el que lo presidió ―desde 1986 a 2017― logró convertirse en uno de los mejores equipos de la historia del Calcio ganando cinco Copas de Europa y ocho ligas. Pero, sobre todo, construyendo un modelo de club y de juego, entregando la sala de máquinas primero a Arrigo Sacchi y luego a Fabio Capello, que maravilló al mundo. Y ese puente entre el palco del estadio y la política fue también una de las obras que conformará su legado.

Berlusconi, cuyo patrimonio ascendía a unos 6.000 millones de euros, ya era entonces un galán y el hombre en el que se miró una generación de italianos que entraba en la modernidad de golpe. Todo el conocimiento adquirido hasta entonces en el terreno publicitario, deportivo, empresarial y comunicativo era demasiado valioso para que no canalizase en su obra definitiva: la que le encumbraría y, en realidad, serviría para poner a salvo todo lo que había construido hasta entonces. Forza Italia, un partido político surgido de un eslogan futbolístico (ese sería el grito de apoyo cuando juega la Selección) y compuesto en sus filas por una legión variopinta de empleados de Finninvest, oportunistas, hombres inteligentes, viejos exponentes de la Democracia Cristiana y cabaretistas y presentadoras de Canale 5, vio la luz en 1993 y ganó las elecciones al año siguiente. Berlusconi fue luego tres veces primer ministro (cuatro, si se tiene en cuenta la remodelación de 2005) en los siguientes 17 años, el hombre que ocuparía más tiempo el palacio Chigi, con 3.291 días, muy por delante de Giulio Andreotti, la otra figura fundamental de la Italia moderna. El éxito de su proyecto político, sin embargo, terminó en 2011 después de un largo historial de excesos, desplantes a líderes europeos como Angela Merkel y una gestión desastrosa de la economía italiana y que colmó la paciencia  de la troika durante la crisis de aquel periodo.